Dom Pedro Casaldáliga, cmf
Obispo Emérito de Sao Félix de Araguaia, Brasil
Caíste en el camino, desabrochando el Llano,
con los brazos abiertos en asumida cruz.
(Mientras agosto calcinaba el odio, chapado en las
guerreras.
Mientras la Iglesia echaba sus cerrojos prudentes,
negándose a la Muerte y a la Resurrección.
Mientras sobre la Pampa quebraban sus relinchos los
mil potros domados, hijos del viento indómito,
y el gaucho Martín Fierro
lloraba
de vergüenza...
Patria de San Martín, libertadora un día,
triste llama celeste, ¡tu bandera arriada!).
Caíste en el camino, santiguando la marcha. Enrique,
pastor bueno.
Precediendo tu Paso, Chamical destacaba sus diáconos
pascuales,
también sobre el camino.
(«Hay que seguir nomás»,
por el camino
de Emaús, en la tarde.
Por «la tierra preñada de vida» prohibida.
Con el pueblo que anda, noche adentro, callado,
detrás del alba nueva...).
«Con un oído puesto al Evangelio
y el otro al Pueblo», fiel entre los fíeles,
caminabas llanero, en catequesis viva.
Empapadas tus páginas de rocío y sudor y padrenuestros.
Leídas, letra a letra, por los ojos del pueblo acompañado.
«Pelado» como un cerro, claro como un arroyo, libre
como Jesús
Quemados en el fuego del servicio todos los oropeles.
Pelado como el pueblo de los pobres.
Como el cardón
hirsuto de silencio y escucha,
rebelde de esperanza
sin otras concesiones
que la raíz primera
y los desnudos brazos:
¡fibra y vigía de la Patria Grande!
«Sólo se es poeta cuando se muere»
(el ave deshoja en el ocaso toda su antología).
Sólo se es profeta cuando se muere, hermano.
La «chaya» que te canta
—«trenzado» de las voces de tu pueblo—
no callará jamás tu profecía, Enrique.
Los cerros de Anillaco y de Calmayo
repetirán tu confinado nombre
a toque de campanas, entre el viento y la estrella.
Cada niño que nazca en La Rioja
sentirá, con el agua del bautismo,
el tacto luminoso de tu sangre apostólica.
Tu cruz, la cruz de Cristo, la piedra consagrada de tu
pueblo,
no cederá a las bombas sacrilegas del odio.
Las ruedas que cortaron tus pies agonizantes
levantaban tu vuelo, para siempre,
sobre el llano del corazón de América...
Tú vives, nos precedes, tu sangre nos convoca.
La Rioja, argentina, la Patria Grande entera
necesitan sentirte presente en la calzada.
Queremos rescatar, con tu memoria, Enrique,
la memoria de Pascua, camuflada de ritos reticentes.
Queremos desnudar, a pleno testimonio, al aire del
Domingo
la tumba que sellaron el Templo y el Pretorio.
Queremos que la Iglesia del miedo recupere la voz y
la andadura
—vestida con la estola de tu sangre, vestida
con los ríos de sangre y de sollozos
y ausencias
de tantos hijos suyos...—.
Para «desenterrarle la luz» que esconde, omisa.
Que «los del Puerto» nunca más ahoguen
la voz de la Quebrada, verdad de tierra adentro.
Que no se diga más que «en Buenos Aires
(casi) todo es mentira».
Que no se niegue a ser latinoamericano Buenos Aires:
hijo que debe ser de tierra adentro, ese lobo de mar
cosmopolita.
(Los buenos aires, fuertes, de la sierra,
más que los buenos aires, ambiguos, de la mar...).
Que las Madres fecundas de la Plaza de Mayo
—alaridos de América en dolores de parto—
consigan dar a luz
el Hombre Nuevo,
el nuevo Pueblo Libre,
¡la gran Patria amerindia, negra, criolla, ella!
Adolfo tallará la paz de la justicia
con el cincel de su sonrisa larga,
con todos los cinceles anónimos del pueblo.
Y haremos, aquel día, el grande Tinkunaco,
rebosando cantares el corazón de América.
Toda la Mama Tierra se encontrará con Dios y con el
hombre
en el Niño «vestido con la carne del pueblo»;
¡el único Alcalde que reconoceremos!
¡el único Alcalde que reconoceremos!
¡el único Alcalde que reconoceremos!
(Es bueno que lo sepan
los señores del Norte,
los virreyes de turno,
los lacayos del juego).
Entre tanto, Enrique, pastor de tierras adentro,
testigo interceptado,
«hay que seguir andando nomás», por el camino de
Emaús, en la tarde.
Con el pueblo que anda, noche adentro, obstinado,
detrás del alba nueva;
Presente a nuestros ojos el Desaparecido
(los desaparecidos);
abierta la posada del Encuentro, quizás en la penumbra;
cantando en nuestras bocas el vino de la Sangre,
nutriendo nuestras vidas el pan de la Promesa.
(«Hay que seguir nomás» por el reguero de tanta
sangre, Enrique...).