Sir Tomás Becket, santo de la Iglesia Católica, es el personaje de la historia que más ha demostrado la existencia de este poder. Su mismo nacimiento es, por decir lo menos, prodigioso; Gilberto, su padre, en una peregrinación a Tierra Santa fue hecho prisionero por un poderoso musulmán que no lo esclavizó sino que lo trató bondadosamente y de cuya hermosa hija se enamoró él. Juntos planificaron la fuga a tierras cristianas, luego de la cual se casarían. Una vez en casa, Gilberto, se olvidó de su promesa y vivió su vida tranquila sin recordar la palabra empeñada. No pasó lo mismo con la doncella, que era de armas tomar. Cogió sus joyas y partió en un azaroso periplo; sólo sabía el nombre de su amado y que vivía en Londres.
Después de mil peripecias arribó a esta ciudad, por cuyas calles vagó gritando a todo pulmón el nombre de su amado. La oyó Ricardo, un criado de Gilberto con el cual habían escapado juntos, y presuroso fue a contarle que por ahí, perseguida por una multitud que la tachaba de loca, andaba buscándolo la dama sarracena. Luego del encuentro la pareja se casó, comieron perdices y vivieron felices. Fruto de este amor nació Tomás. Su educación fue exquisita y estuvo rodeada de gran esplendor.
El rey Enrique II, del que llegó a ser su favorito, lo nombró Canciller del reino. Su vida pública estuvo rodeada de una pompa acorde a este alto cargo. Se cuenta que cuando viajó a París, largo tiempo la gente habló del esplendor de su atuendo y séquito. Enrique, que con la iglesia católica tenía problemas de mayor rango, a la muerte del arzobispo de Canterbury lo nombró para que ocupase esta alta potestad, esperaba que Tomás metiera en cintura a tanto cura resabiado. Grave error el cometido, porque una vez en el puesto Tomás actuó como debe actuar todo sacerdote cristiano. Puso la autoridad de la iglesia sobre la del rey, defendió el derecho de los desposeídos, fue generoso con los pobres al extremo de que tanta magnanimidad molestó a Enrique II y a su ostentosa corte. Se demuestra que no siempre el poderoso se sale con la suya, a veces los pobres derrotan a sus opresores.
"¿Es que no habrá alguien capaz de librarme de las impertinencias de este majadero?", se dice que masculló Enrique para sí mismo. Cuatro de sus más fieles súbditos escucharon su amarga queja y dieron muerte a Tomás Becket junto al altar de san Benito de la catedral de Canterbury. El papa excomulgó a los asesinos y Enrique II debió obligar a Irlanda a pagar diezmo al Vaticano antes de ser perdonado; dádivas quebrantan peñas.
Es una verdadera lástima que en esta malhadada y miserable época de la modernidad, cuando el imperialismo mundial globalizado mata de hambre a gran parte de la humanidad, no haya dirigentes políticos de este calibre, capaces de organizar al pueblo explotado para enfrentar y derrotar a la ignominia que se ha incrustado como pústula en las más altas cúpulas del poder de la EU y de los Estados Unidos de América del Norte.
¡Oh! ¡Cuánta falta nos haces Tomás Becket! ¡Regresa y restituye el poder de la pobreza!