Leonardo Boff
En estas semanas de Copa Mundial de fútbol estamos viviendo momentos cargados de ritos, fiestas y símbolos. La ceremonia de apertura es una secuencia de ritos y símbolos ligados al fútbol, principalmente la presentación de los equipo y el canto del himno nacional. El ambiente de fiesta llena las ciudades, engalana las calles y las ventanas de las casas.
Vamos a abordar el tema del rito y de la fiesta, sobre cuyo sentido humano y social no siempre se piensa y a veces se olvida. Ante todo, sin rito no hay fiesta, porque esta se mueve dentro del mundo simbólico, hecho de ritos y símbolos. Comer y beber en la fiesta no busca saciar el hambre o la sed. Para eso comemos en casa o en un restaurante. Simbolizan la amistad y la alegría del encuentro y de participar juntos en un evento como un partido de fútbol. Cantar en la fiesta no quiere ser un show de música artística sino expresión ritual de euforia y de desahogo existencial. Y cómo se celebra y se bebe cuando nuestro equipo preferido vence un partido o gana el campeonato.
«¿Qué es un rito?» preguntaba el Principito al zorro que lo había cautivado, en el famoso libro de A. de Saint Exupéry que lleva ese mismo título. Y el zorro respondía: «es algo muy olvidado, es lo que hace unos días diferentes de los otros días, una hora diferente de las otras horas. Entre mis cazadores hay un rito, los jueves van a bailar con las chicas del pueblo, y entonces, ¡el jueves es un día maravilloso! Yo voy a pasear hasta el viñedo. Si los cazadores bailasen un día cualquiera los días serían todos iguales y yo no tendría descanso» (p.27).
El rito es, pues, lo que hace de la fiesta un día diferente de los otros días. Pero solo gana fuerza expresiva si hay preparación y espera interior, como ocurre antes de un partido de fútbol entre dos equipos famosos. Por eso el zorro aconseja al Principito: «sería mejor que vinieses siempre a la misma hora; si vinieses, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, a las tres yo ya empezaría a ser feliz… pero si vienes en cualquier momento yo no sabré jamás cómo preparar mi corazón. Es necesario el rito» (p.71).
Sólo con el rito habrá fiesta porque entonces todas las cosas pierden su consistencia natural, para asumir un valor simbólico y profundamente humano. Pierden su finalidad (son inútiles) para ganar su verdadero sentido. El ruido de sus pasos no ahuyentará jamás al zorro, son como una música que le habla de la aproximación del Principito. Los trigales no le recuerdan el pan (finalidad) sino los cabellos de oro del Principito (sentido).
La presencia del rito es generalmente fuerte, además de en los hechos mencionados, en las celebraciones religiosas (el matrimonio, por ejemplo, o la ordenación sacerdotal). El rito expresa mejor el sentido de las cosas que el lenguaje, que es «fuente de malentendidos» como comenta el zorro. Por eso el rito es tanto más expresivo cuanto más brota de la profundidad de nuestro yo, de nuestros arquetipos profundos, donde se elabora nuestra identidad personal.
Todo ser humano, incluso el más secular y racional, es mítico, en el sentido de la expresión ritual y simbólica. Cuando quiere expresar lo que él mismo es, su alegría, su tristeza, su pasión, su amor no usa conceptos fríos sino metáforas o cuenta historias de vida que son los mitos reales. Por ellos, emerge el misterio de la caminada personal de cada uno, sin violarla. Los ritos y las celebraciones siempre piden seriedad y concentración.
Todo esto que describimos del rito tiene mucho que ver con el juego. No pienso en el juego que se ha vuelto profesión y gran comercio internacional, como el fútbol y otros. Son más bien deportes que juegos. El juego, como se da en los medios populares, en un sitio improvisado o en la playa, no tiene ninguna finalidad práctica, pero lleva en sí mismo un profundo sentido como expresión de la alegría de estar y de divertirse juntos.
Hay una tradición antigua de las dos Iglesias-hermanas, la latina y la griega, que se refiere al Deus ludens, al homo ludens e incluso a la eccclesia ludens (Dios, el hombre y la lúdicos). Veían la creación como un gran juego de Dios lúdico: lanzó por un lado las estrellas, por el otro el sol, por debajo los planetas y, con cariño, la Tierra, a la distancia justa del Sol, para que pudiese tener vida. La creación es una especie de alegría transbordante de Dios, un theatrum gloriae Dei (teatro de la gloria de Dios).
En un bello poema dice el gran teólogo de la Iglesia ortodoxa Gregorio Nacianceno (+390): «El Logos sublime juega. Adorna con las más variadas imágenes, por puro gusto y de todos los modos, el cosmos entero». En efecto, el juego es obra de la fantasía creadora, con lo muestran los niños: expresión de una libertad sin coacción, creando un mundo sin finalidad práctica, libre de lucro y de ventajas individuales. «Porque Dios es vere ludens (verdaderamente lúdico) cada uno debe ser también veres ludens», amonestaba de mayor uno de los más finos teólogos del siglo XX, hermano de otro eminente teólogo, que fue profesor mío en Alemania, Karl Rahner.
Estas consideraciones vienen a mostrar cómo puede ser serena y sin angustias nuestra existencia aquí en la Tierra, especialmente cuando es transfigurada por la presencia jovial de Dios en su creación. Entonces no tenemos que tener miedo. Lo que nos quita la libertad es el miedo. Lo opuesto a la fe no es tanto el ateísmo sino el miedo, especialmente el miedo a la soledad. Tener fe, más que adherir a un conjunto de verdades, es alegrarse por sentirse en la palma de la mano de Dios y poder vivir delante de él como un niño que juega despreocupadamente.