(Is 55,10-11) Mi palabra no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi encargo.
(Rom 8,18-23) La creación está aguardando la plena manifestación de los hijos.
(Mt 13,1-23) Salió el sembrador a sembrar...
Dios es la semilla, que ya está en mí. Si no pongo obstáculos y dejo que se desarrolle, todo mi ser se trasformará y llegará a ser divino.
Hoy no hay un contexto especial, porque Mt agrupa siete parábolas en un solo capítulo, el 13, que hoy comenzamos a leer. Es muy poco probable que Jesús haya dicho todas estas parábolas de una sentada. Seguramente tienen razón Mc y Lc al colocarlas en distintas circunstancias. Lo cierto es que la parábola es un género literario muy apropiado para hablar de realidades trascendentes. Al partir del conceptos simples, tomados de la vida cotidiana y que todo el mundo conoce, trata de proyectar nuestra conciencia hacia una realidad que va más allá de lo material. La parábola por estar pegada a la vida misma, mantiene el frescor de lo genuino y auténtico a través del tiempo y las culturas.
El relato en sí no es significativo. A mí poco me importa cómo nace y da fruto la semilla. Pero ese relato, en sí anodino, da que pensar, cuestiona mi manera de ser, me dice que otro mundo es posible y espera de mí una respuesta vital. Esta propuesta solo se puede hacer con un relato. En toda parábola existe un punto de inflexión que rompe la lógica del relato. En esa quiebra se encuentra el verdadero mensaje. En esta parábola, la ruptura se produce al final. En la Palestina del tiempo de Jesús, el diez por uno, se consideraba una excelente cosecha. Tu tierra puede llegar a producir el ciento por uno. ¡Una locura!
El objetivo de las parábolas es sustituir una manera de ver el mundo miope, por otra abierta a una nueva realidad llene da sentido. Obliga a mirar a lo más profundo de sí mismo y a descubrir posibilidades insospechadas. La parábola es un método de enseñanza que permite no decir nada al que no está dispuesto a cambiar, y a decir más de lo que se puede decir con palabras, al que está dispuesto a escuchar. Quien la oye, debe hacer realidad la utopía del relato y empezar a vivir de acuerdo con lo narrado.
La explicación que los tres evangelistas ponen a continuación, no aporta nada al relato. Las parábolas no admiten explicación. Jesús no pudo caer en la trampa de intentar explicarlas. La alegorización de la parábola es fruto de la primera comunidad, que intenta extraer consecuencias morales. Para descubrir el sentido hay que dejarse empapar por las imágenes. La parábola exige una respuesta personal no retórica, sino vital; obliga a tomar postura ante la alternativa de vida que propone. Si no se toma una decisión, es que ya se ha definido la postura: continuar con la propia manera de ver y vivir la realidad.
Los exegetas apuntan a que, en un principio, los protagonistas de la parábola fueron el sembrador y la semilla. El objetivo habría sido animar a predicar sin calcular la respuesta de antemano. Hay que sembrar a voleo, sin preocuparse de donde cae. La semilla debe llegar a todos. En línea con la primera lectura, pretende que se descubra la fuerza de la semilla en sí, aunque necesita unas mínimas condiciones para desarrollarse.
No debemos dar ninguna importancia a la cantidad de respuestas. La intensidad de una sola respuesta puede dar sentido a toda la siembra. La sinuosa y larga trayectoria de la existencia humana queda justificada con la aparición de un solo Francisco de Asís o de una Teresa de Calcuta. Por eso Jesús pudo decir: El Reino ya está aquí, yo lo hago presente. Tenemos que comprender que el Reino puede estar creciendo cuando el número de los cristianos está disminuyendo. Su plena manifestación depende solo de mí.
Más tarde se dio a la parábola un cariz distinto, insistiendo en la disposición de los receptores, y dando toda la importancia a las condiciones de la tierra. Esta alegorización no sería original de Jesús sino un intento de acomodarla a la nueva situación de los cristianos, cambiando el sentido original y haciéndola más moralizante. Aún en un sentido alegórico, no debemos pensar en unas personas como tierra buena y otras, mala. Más bien debemos descubrir en cada uno de nosotros la tierra dura, las zarzas, las piedras que impiden a la semilla fructificar. En la misma parcela hay tierra buena, piedras y zarzas.
No debemos identificar la “semilla” con la Escritura. Lo que llamamos “Palabra de Dios”, es ya un fruto de la semilla. Es la manifestación de una presencia que ha fructificado en experiencia personal. La verdadera “semilla”, es lo que hay de Dios en nosotros. Lo importante no es la palabra, sino lo que la palabra expresa. Esa semilla lleva millones de años dando fruto, y seguirá cumpliendo su encargo. El Reino de Dios está ya aquí, pero su manera de actuar es paciente. La evolución ha sido posible gracias a infinitos fracasos.
Podemos recordar el prólogo de Jn. “En el principio ya existía La Palabra”; “y la palabra era Dios”; “En la Palabra había Vida”. La semilla es el mismo Dios-Vida germinando en cada uno de nosotros. Dios está sus criaturas y se manifiesta en todas ellas como algo tan íntimo que constituye la semilla de todo lo que es. No debemos dar a entender que nosotros los cristianos somos los privilegiados que hemos recibido la semilla (Escritura). Dios se derrama en todos y por todos de la misma manera (a boleo). Dios no se nos da como producto elaborado, sino como semilla, que cada uno tiene que dejar fructificar.
Generalmente caemos en la trampa de creer que dar fruto es hacer obras grandes. La tarea fundamental del ser humano no es hacer cosas, sino hacerse. “Dar fruto” sería dar sentido a mi existencia de modo que al final de ella la creación entera estuviera un poco más cerca de la meta, gracias a mi presencia en ella. Esa meta de la creación es la UNIDAD. Yo no tengo que dar sentido a la creación; se trataría de que por mi culpa no pierda el sentido que ya tiene. En el fondo, mi tarea sería no entorpecer la marcha de la creación entera hacia la consecución de su objetivo final.
Porque se trata de alcanzar la unidad en el Espíritu, esa plenitud de ser no la puedo encontrar encerrándome en mí mismo sino descubriendo al otro y potenciando esa relación con el otro como persona. Y digo como persona, porque generalmente nos relacionamos con los demás como cosas, de las que nos podemos aprovechar. Cuando hago esto me hago menos humano. Descubriendo al otro y volcándome en él, despliego mis mejores posibilidades de ser. Hemos llegado a lo que es la esencia de lo humano.
“El que tenga oídos que oiga”. Esa advertencia vale para nosotros hoy igual que para los que la oyeron de labios de Jesús. En aquel tiempo, era la doctrina oficial la que impedía comprender el mensaje de Jesús. Hoy siguen siendo los prejuicios religiosos, los que nos mantienen atados a falsas seguridades, que nos sigue ofreciendo una religión muy alejada de los orígenes. El aferrarnos a esas seguridades es lo que sigue impidiendo una respuesta al mensaje, adecuada a nuestra situación actual. El evangelio es fácil de oír, más difícil de escuchar y cada vez más complicado de vivir.
Descubrir cuál sería el fruto al que se refiere la parábola sería la clave de su comprensión. El fruto no es el éxito externo, sino el cambio de mentalidad del que escucha. Se trata de situarse en la vida con un sentido nuevo de pertenencia, una vez superada la tentación del individualismo egocéntrico. El fruto sería una nueva manera de relacionarse con Dios, consigo mimos, con los demás y con las cosas.
Cada uno debe hacer un cuidadoso análisis para descubrir lo que impide que la semilla dé fruto en mí. La dureza del camino, las piedras, las zarzas son ejemplos que nos deben guiar en la búsqueda de nuestros propios impedimentos. A mí el ansia de riquezas o poder no me dice nada; pero el afán de tener siempre razón puede arruinar mi vida espiritual. Debemos tener claro que si la semilla no da fruto, es porque algo se lo impide. La tierra es siempre buena si no se interponen obstáculos para que la semilla germine.